miércoles, 27 de abril de 2016

CRÍMENES (inspirados en Max Aub)

Comprenderán, señores, la crispación que genera la actual situación política del país.
Comprenderán también que, a pesar de ello, cada uno tenga sus filias y sus fobias.
Pues bien, yo soy de Arístides. Sin duda, el mejor de los líderes políticos con los que contamos, mi predilecto. Y es que han de saber que en política, como en el amor, soy muy fiel. Muy fiel y muy pasional, por qué no decirlo.
El caso es que yo había publicado en mi perfil de Facebook, que para eso lo tengo, mi opinión sobre las acertadísimas declaraciones efectuadas por Arístides en su última comparecencia ante los medios de comunicación. ¡Qué clarividencia, qué facilidad de palabra, cuánto sentido común!
A ver si con la cantidad de majaderías que gran parte de mis contactos tienen a bien difundir, no voy yo a poder publicar lo que me venga en gana.
La publicación la hice desde el ordenador de mi casa. Luego acompañé a mi hija a probarse su vestido de boda. Se casa a finales de julio, ¿saben? ¡Qué elegancia, qué sutileza! Entenderán que me moriría de pena si me perdiese la ceremonia, el enlace de mi hija más cabal. Con la otra, la menor, ya no sé a qué atenerme. ¡Ha votado a Sófocles!




Estuvimos aproximadamente dos horas con la modista y durante ese tiempo, atenta como estaba a la tarea que nos ocupaba, permanecí completamente ajena a la actividad que se estaba desarrollando en las redes a raíz de mi publicación.
Fue cuando salimos a la calle cuando desde mi móvil pude ver aquel comentario grosero, despectivo, inadmisible, clavado en mi tablón con toda naturalidad. Cómo se atrevía semejante personaje raído a criticar a Arístides con esa crudeza, a faltarle el respeto con esa ligereza. A él y a mí, claro, pero eso es lo de menos.
Además, dado el tiempo que había transcurrido entre la exteriorización de su infundada opinión y el momento en que tuve conocimiento de la misma y la posibilidad de borrarla, el resto de mis contactos y, quién sabe, también los suyos, no sólo pudieron leerla, sino que algunos descerebrados le dieron al Me gusta. ¡Un ultraje!
A partir de entonces, permítanme el apunte, lo sucedido fue una combinación de los riesgos tecnológicos y del destino. ¿Qué culpa tengo yo, señores, de que en plena ofuscación me encontrara al causante de mi enfado sentado plácidamente en una terraza mirando la pantalla de su móvil, regocijándose, probablemente, con las reacciones que su ruiz (¿o era ruin?) comentario había generado? Inconfundible con aquella mancha en su cabeza desprovista de pelo, ¿la han visto? ¿Verdad que parecía una mancha de café? Informe, llamativa, inevitable.
No me pude contener. Cogí el vaso de sidra que había encima de la mesa, tan delicado, tan afilado, y se lo clavé en el lugar que me indicaba la mancha.
¿Qué culpa tengo yo, señores, de que la mancha estuviese ubicada en un punto tan mortal?



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